BLOGS DE LA LICENCIADA EN EDUCACION INICIAL : KATHERINE CARBAJAL CORNEJO
ME ENCUENTRO REALIZANDO UNA PROPUESTA EN COMPRENSION LECTORA ACERCA DE COMO ENSEÑAR EL ASEO A LOS NIÑOS DEL NIVEL INICIAL Y COMO PREVIA A DICHO TRABAJO LLEGO A MIS MANOS ESTOS ARTICULOS DE COMO ERA EL ASEO ANTIGUAMENTE LEANLO LA VERDAD ESTAN MUY INTERSANTES
LA HISTORIA DEL ASEO
A la vista de la inmensa profusión de perfumes, lociones, afeites y tocados, parecería que el aliento perfumado, el cabello sedoso, brillante y esponjado, la axila desodorizada (y depilada si es femenina) han sido constantes en el devenir humano. Pero no es así, porque en realidad, son novedades recientísimas. Una recomendación como la que Napoleón le hacía Josefina en el siglo XVIII - "llegaré en cinco días, no vuelvas a bañarte"- nos resulta horripilante hoy, pero la higiene personal, tal como se la concibe en la mayoría de los países sólo se estableció en el siglo XIX. Antes de eso, las personas no solo toleraban el desaseo sino que incluso, se complacían con él. La evolución de los cuidados íntimos se dio con pequeños avances y constantes y largos retrocesos. Incluso productos de utilidad evidente como el papel higiénico (que apenas completa 150 años), no solo se demoraron en ser inventados, sino que encontraron tenaz resistencia antes de ser aceptados. Dos libros, publicados en Inglaterra y en los Estados Unidos, Clean -A History of Personal Hygiene and Purity (Limpio - Una historia de la higiene personal y la limpieza), de la inglesa Virginia Smith, y The Dirt on Clean (algo así como El lado sucio de la limpieza), de la canadiense Katherine Ashemburg, reconstruyen la evolución de la limpieza en el mundo occidental. Con detalles sórdidos y anécdotas sucias.
Virginia Smith, investigadora del Centro de historia de la Salud Pública de la London School of Hygiene and Tropical Medicine tomó un camino más académico, que parte de consideraciones biológicas sobre los cuidados de los macacos y otros mamíferos para componer una moldura histórica más amplia. Katherine Ashemburg, periodista que ya había escrito un libro sobre las prácticas del luto a lo largo de la historia, emprende un camino más cultural, discutiendo los hábitos íntimos de una amplia galaxia de personajes. Las dos obras coinciden en una constatación potencialmente polémica: el cristianismo representó un retroceso en la historia de la higiene. Porque lo cierto es que todas las grandes civilizaciones de la Antigüedad le dieron un gran valor al cuidado del cuerpo y el bienestar físico. Los egipcios ya fabricaban jabón. La religión griega preveía una serie de purificaciones antes de los sacrificios de animales, y el baño era una institución cuotidiana registrada hasta en los mitos. En su retorno de la guerra de Troya, Agamenón es asesinado en la bañera por su mujer Clitemnestra. El Imperio Romano construyó acueductos para abastecer sus principales ciudades. El romano frecuentaba diariamente los baños públicos donde el cuerpo era lavado en una sucesión de piscinas con temperaturas variadas y restregado vigorosamente, -no se usaba jabón-, para retirar todas las suciedades. Todo ello desapareció con la caída del imperio y la llegada de los cristianos al poder.
Es claro que el baño no desapareció del paisaje europeo de la noche a la mañana. Katherine Ashemburg anota que algunos de los primeros patriarcas del cristianismo, como el teólogo Tertuliano o los santos Agustín y Juan Crisóstomo frecuentaban todavía las casas de baño. Pero entonces esos locales empezaron a ser asociados con el pecado y con la disolución de las costumbres paganas. Aparte de que tanto el judaísmo como el cristianismo desconfiaban de las atenciones prodigadas al cuerpo humano. Místicos extremados como San Francisco de Asís consideraban a la suciedad como una forma de castigar el cuerpo aproximándose al espíritu de Dios (San Francisco, además, lavaba las heridas a los leprosos) Al codificar en el siglo VI algunas de las reglas de la vida monástica, San Benito determinó que solo los monjes muy viejos se bañaran. En la mayoría de los conventos y monasterios de la Europa Medieval, el baño se practicaba dos o tres veces al año, en general, las vísperas de fiestas religiosas como la Pascua o la Navidad. Pero el promedio de baños de quienes no vivían en los conventos no era muy superior.
Perdido el hábito del baño diario en la época medieval, pasarían siglos antes de que se lo recuperara. (En algunos países aún hoy no se acostumbra). El baño se volvió, máximo, una moda transitoria; caballeros que regresaban de las Cruzadas, quienes conocieron el baño caliente entre los musulmanes, mucho más aseados en ese entonces que sus adversarios cristianos. En el siglo XIII, el popular Roman de la Rose, poema francés repleto de consejos eróticos, traía una serie de recomendaciones para el aseo femenino. Las mujeres deberían mantener limpias las uñas, los dientes y la piel, y, sobre todo debería ser celosas en la limpieza de la "cámara de Venus". En el siglo siguiente, también aparecerían juegos eróticos en el baño, en el Decamerón de Giovanni Boccacio. El prestigio del baño, sin embargo, parece haber sido solo literario. El cristiano medio europeo siguió lavándose la cara y las manos y hurgándose los dientes con palillos, y eso era todo a lo que se resumía su higiene personal.
La transición a la era moderna no trajo ninguna mejora higiénica; por el contrario, la progresiva urbanización generó catástrofes sanitarias. En Londres o Paris, la disposición de los desechos humanos se hacía en las calles mismas. En el suntuoso Palacio de Versalles, un decreto de 1.715, expedido poco antes de la muerte de Luis XIV, disponía que las feces se retiraran de los corredores una vez por semana, lo que indica que la limpieza era aún más espaciada antes. Versalles no tenía baños, pero sí un cuarto de baño equipado con una bañera de mármol encomendada por el propio Luis XIV como simple forma de ostentación, pero en el más absoluto desuso. Los médicos le recomendaron cierta vez al Rey que se bañara como forma de terapia para las convulsiones que sufría, pero interrumpieron el tratamiento cuando el monarca se quejó de que el agua le producía dolor de cabeza. En ese entonces se creía en el poder curativo de las inmersiones en agua para ciertas dolencias. Contradictoriamente, sin embargo, también se le atribuían peligros al baño: lavar el cuerpo podía abrir los poros, facilitando la infiltración de las dolencias, lo que era precisamente al revés, ya que era la falta de higiene lo que permitía la difusión de epidemias como la peste y el cólera. En 1.610 el Rey Enrique IV invitó al Duque de Sully al Palacio del Louvre para tratar asuntos de Estado. Pero quien al final visitó al Duque fué el Monarca, ya que el primero se había bañado recientemente y se consideró que era un peligro para él salir a la calle.
Otra creencia popular de la misma época se refiere al poder purificador de la ropa: se creía que el tejido absorbía la suciedad del cuerpo. Bastaría, por tanto, cambiarse de camisa todos los días para mantenerse limpio.
Fue en el siglo XIX con la propagación de los sistemas modernos de acueducto, y con el desarrollo de una nueva industria de la higiene -principalmente en los Estados Unidos- que empezó la rehabilitación del baño. El jabón, conocido desde la Antigüedad, pero por mucho tiempo considerado un objeto de lujo, se industrializó y popularizó. En 1.877 la Scott Paper, compañía americana pionera en la fabricación de papel higiénico, comenzó a vender su producto en rollos, formato aún no superado. El siglo XX prosiguió con la expansión de la higiene. Los desodorantes modernos datan del 1.907, y el cepillo de dientes plástico de los años 50. Lanzado en 1.917 el Kotex, primer absorvente íntimo femenino, apareció en 1.946. "El jabón y la publicidad crecieron juntos", dice Elizabeth Ashemburg en su libro. La expresión "soap opera", -opera de jabón- que designa a la telenovela americana se refiere a las empresas que patrocinaban esos programas.
K. Ashemburg sugiere que la búsqueda de la asepsia tal vez ha llegado a extremos excesivos especialmente en los Estados Unidos. En efecto, es posible que los niños, sometidos a esa superprotección, estén perdiendo la capacidad de desarrollar resistencias inmunológicas y queden sujetos especialmente a dolencias alérgicas. De otra parte, las personas, hoy, están oliendo a todo; menos a seres humanos.
QUE SUCIOS ERAMOS
Luis Otero
El escritor Sandor Marai, nacido en 1900 en una familia rica del Imperio Austrohúngaro, cuenta en su libro de memorias Confesiones de un burgués que durante su infancia existía la creencia de que “lavarse o bañarse mucho resultaba dañino, puesto que los niños se volvían blandos”. Por entonces, la bañera era un objeto más o menos decora-tivo que se usaba “para guardar trastos y que recobraba su función original un día al año, el de San Silvestre. Los miembros de la burguesía de fines del siglo XIX sólo se bañaban cuando estaban enfermos o iban a contraer matrimonio”. Esta mentalidad, que hoy resulta impensable, era habitual hasta hace poco. Es más, si viviéramos en el siglo XVIII, nos bañaríamos una sola vez en la vida, nos empolvaríamos los cabellos en lugar de lavarlos con agua y champú, y tendríamos que dar saltos para no pisar los excrementos esparcidos por las calles.
• Del esplendor del Imperio al dominio de los “marranos”
Curiosamente, en la Antigüedad los seres humanos no eran tan “sucios”. Conscientes de la necesidad de cuidar el cuerpo, los romanos pasaban mucho tiempo en las termas colectivas bajo los auspicios de la diosa Higiea, protectora de la salud, de cuyo nombre deriva la palabra higiene. Esta costumbre se extendió a Oriente, donde los baños turcos se convirtieron en centros de la vida social, y pervivió durante la Edad Media. En las ciudades medievales, los hombres se bañaban con asiduidad y hacían sus necesidades en las letrinas públicas, vestigios de la época romana, o en el orinal, otro invento romano de uso privado; y las mujeres se bañaban y perfumaban, se arreglaban el cabello y frecuentaban las lavanderías. Lo que no estaba tan limpio era la calle, dado que los residuos y las aguas servidas se tiraban por la ventana a la voz de “agua va!”, lo cual obligaba a caminar mirando hacia arriba.
• Vacas, caballos, bueyes dejaban su “firma” en la calle
Pero para lugares inmundos, pocos como las ciudades europeas de la Edad Moderna antes de que llegara la revolución hidráulica del siglo XIX. Carentes de alcantarillado y canalizaciones, las calles y plazas eran auténticos vertederos por los que con frecuencia corrían riachuelos de aguas servidas. En aumentar la suciedad se encargaban también los numerosos animales existentes: ovejas, cabras, cerdos y, sobre todo, caballos y bueyes que tiraban de los carros. Como si eso no fuera suficiente, los carniceros y matarifes sacrificaban a los animales en plena vía pública, mientras los barrios de los curtidores y tintoreros eran foco de infecciones y malos olores.
La Roma antigua, o Córdoba y Sevilla en tiempos de los romanos y de los árabes estaban más limpias que Paris o Londres en el siglo XVII, en cuyas casas no había desagües ni baños. ¿Qué hacían entonces las personas? Habitualmente, frente a una necesidad imperiosa el individuo se apartaba discretamente a una esquina. El escritor alemán Goethe contaba que una vez que estuvo alojado en un hostal en Garda, Italia, al preguntar dónde podía hacer sus necesidades, le indicaron tranquilamente que en el patio. La gente utilizaba los callejones traseros de las casas o cualquier cauce cercano. Nombres de los como el del francés Merderon revelan su antiguo uso. Los pocos baños que había vertían sus desechos en fosas o pozos negros, con frecuencia situados junto a los de agua potable, lo que aumentaba el riesgo de enfermedades.
• Los excrementos humanos se vendían como abono
Todo se reciclaba. Había gente dedicada a recoger los excrementos de los pozos negros para venderlos como estiércol. Los tintoreros guardaban en grandes tinajas la orina, que después usaban para lavar pieles y blanquear telas. Los huesos se trituraban para hacer abono. Lo que no se reciclaba quedaba en la calle, porque los servicios públicos de higiene no existían o eran insuficientes. En las ciudades, las tareas de limpieza se limitaban a las vías principales, como las que recorrían los peregrinos y las carrozas de grandes personajes que iban a ver al Papa en la Roma del siglo XVII, ha-bitualmente muy sucia. Las autoridades contrataban a criadores de cerdos para que sus animales, como buenos omnívoros, hicieran desaparecer los restos de los merca-dos y plazas públicas, o bien se encomendaban a la lluvia, que de tanto en tanto se encargaba arrastrar los desperdicios.
Tampoco las ciudades españolas destacaban por su limpieza. Cuenta Beatriz Esquivias Blasco su libro ¡Agua va! La higiene urbana en Madrid (1561-1761), que “era costumbre de los vecinos arrojara la calle por puertas y ventanas las aguas inmundas y fecales, así como los desperdicios y basuras”. El continuo aumento de población en la villa después del establecimiento de la corte de Fernando V a inicios del siglo XVIII gravó los problemas sanitarios, que la suciedad se acumulaba, pidiendo el tránsito de los caos que recogían la basura con dificultad por las calles principales
• En verano, los residuos se secaban y mezclaban con la arena del pavimento; en invierno, las lluvias levantaban los empedrados, diluían los desperdicios convirtiendo las calles en lodazales y arrastraban los residuos blandos los sumideros que desembocaban en el Manzanares, destino final de todos los desechos humanos y animales. Y si las ciudades estaban sucias, las personas no estaban mucho mejor. La higiene corporal también retrocedió a partir del Renacimiento debido a una percepción más puritana del cuerpo, que se consideraba tabú, y a la aparición de enfermedades como la sífilis o la peste, que se propagaban sin que ningún científico pudiera explicar la causa.
Los médicos del siglo XVI creían que el agua, sobre todo caliente, debilitaba los órganos y dejaba el cuerpo expuesto a los aires malsanos, y que si penetraba a través de los poros podía transmitir todo tipo de males. Incluso empezó a difundirse la idea de que una capa de suciedad protegía contra las enfermedades y que, por lo tanto, el aseo personal debía realizarse “en seco”, sólo con una toalla limpia para frotar las partes visibles del organismo. Un texto difundido en Basilea en el siglo XVII recomendaba que “los niños se limpiaran el rostro y los ojos con un trapo blanco, lo que quita la mugre y deja a la tez y al color toda su naturalidad. Lavarse con agua es perjudicial a la vista, provoca males de dientes y catarros, empalidece el rostro y lo hace más sensible al frío en invierno y a la resecación en verano
• Un artefacto de alto riesgo llamado bañera
Según el francés Georges Vigarello, autor de Lo limpio y lo sucio, un interesante estudio sobre la higiene del cuerno en Europa, el rechazo al agua llegaba a los más altos estratos sociales. En tiempos de Luis XIV, las damas más entusiastas del aseo se bañaban como mucho dos veces al año, y el propio rey sólo lo hacía por prescripción médica y con las debidas precauciones, como demuestra este relato de uno de sus médicos privados: “Hice preparar el baño, el rey entró en él a las 10 y durante el resto de la jornada se sintió pesado, con un dolor sordo de cabeza, lo que nunca le había ocurrido... No quise insistir en el baño, habiendo observado suficientes circunstancias desfavorables para hacer que el rey lo abandonase”. Con el cuerno prisionero de sus miserias, la higiene se trasladó a la ropa, cuanto más blanca mejor. Los ricos se “lava-ban” cambiándose con frecuencia de camisa, que supuestamente absorbía la suciedad corporal.
El dramaturgo francés del siglo XVII Paul Scarron describía en su Roman comique una escena de aseo personal en la cual el protagonista sólo usa el agua para enjuagarse la boca. Eso sí, su criado le trae “la más bella ropa blanca del mundo, perfectamente lavada y perfumada”. Claro que la procesión iba por dentro, porque incluso quienes se cambiaban mucho de camisa sólo se mudaban de ropa interior —si es que la llevaban— una vez al mes.
• Aires ilustrados para terminar con los malos olores
Tanta suciedad no podía durar mucho tiempo más y cuando los desagradables olores amenazaban con arruinar la civilización occidental, llegaron los avances científicos y las ideas ilustradas del siglo XVIII para ventilar la vida de los europeos. Poco a poco volvieron a instalarse letrinas colectivas en las casas y se prohibió desechar los excrementos por la ventana, al tiempo que se aconsejaba a los habitantes de las ciudades que aflojasen la basura en los espacios asignados para eso. En 1774, el sueco Karl Wilhehm Scheele descubrió el cloro, sustancia que combinada con agua blanqueaba los objetos y mezclada con una solución de sodio era un eficaz desinfectante. Así nació la lavandina, en aquel momento un gran paso para la humanidad.
• Tuberías y retretes: la revolución higiénica
En el siglo XIX, el desarrollo del urbanismo permitió la creación de mecanismos para eliminar las aguas residuales en todas las nuevas construcciones. Al tiempo que las tuberías y los retretes ingleses (WC) se extendían por toda Europa, se organizaban las primeras exposiciones y conferencias sobre higiene. A medida que se descubrían nuevas bacterias y su papel clave en las infecciones —peste, cólera, tifus, fiebre amarilla—, se asumía que era posible protegerse de ellas con medidas tan simples como lavarse las manos y practicar el aseo diario con agua y jabón. En 1847, el médico húngaro Ignacio Semmelweis determinó el origen infeccioso de la fiebre puerperal después del parto y comprobó que las medidas de higiene reducían la mortalidad. En 1869, el escocés Joseph Lister, basándose en los trabajos de Pasteur, usó por primera vez la antisepsia en cirugía. Con tantas pruebas en la mano ya ningún médico se atrevió a decir que bañarse era malo para la salud.
Revista Muy Interesante Nro.226. Que sucios éramos. Luis Otero.
PARA SABER MÁS: Lo limpio y lo sucio. La higiene del cuerpo desde la Edad Media. Georgs Vtgatello. Ed. Altaya. 997.
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